La esterilidad del hombre civilizado
Fragmento de "La Decadencia de Occidente" de Oswald Spengler.
Extracto de La Decadencia de Occidente, Tomo II, capítulo IV. Traducción por Manuel G. Morente, corregida por El Último Quiris.
Aviso preliminar: Spengler se aferra a la ontología humana tomista. Cuando él habla de lo vegetal se refiere a los procesos biológicos que son comunes a todos los seres vivos, desde las bacterias hasta el ser humano (por ejemplo, tanto los protozoos como los cánidos tienen medios de locomoción; tanto las arañas como las plantas tienen procesos reproductivos, etc.). Cuando él habla de la parte animal se refiere a los cincos sentidos externos (visión, olfato, gusto, tacto y audición) pero por sobre todo a los cuatro sentidos internos (memoria, sentido común, poder estimativo e imaginación). El alma humana, o alma espiritual, es todo lo anterior más la voluntad y el intelecto —lo que llamamos consciencia—; lo que abre la puerta a la dimensión metafísica, la de las formas puras.
Así, pues, cuando el ser ha quedado lo suficientemente desarraigado y la consciencia en su vigilia ha quedado exhausta, emerge un fenómeno que ha venido preparándose desde hace mucho tiempo en silencio y subterráneo, y que súbitamente entra en escena bajo la luz cruda de la historia, para protagonizar al frente del escenario el acto final del drama: La esterilidad del hombre civilizado. No se trata de algo que pueda entenderse como un mero hecho causal, como naturalmente intentaría de explicar la ciencia moderna. Debe entenderse esencialmente como una propensión e inclinación metafísica hacia la muerte.
El último hombre de la gran urbe ya no quiere vivir, se aparta de la vida; tal vez pudiere aferrarse a ella como individuo, pero ¿como tipo, como modelo, como sociedad? No, porque es la característica esencial de esta existencia colectiva quien elimina el terror a la muerte. Y es este terror quien ataca y golpea al aldeano auténtico con una profunda e inexplicable angustia; la posibilidad de que su familia y su apellido puedan extinguirse. Esto ha perdido todo sentido para el hombre de la ciudad.
El urbano no percibe ya como un deber de la sangre la necesidad de transfundirse en otros cuerpos a través del mundo visible; no siente ya como una fatalidad horrenda el destino de ser el último de su línea, de su estirpe; que su ser sea sin sucesión. Ya no nacen niños, y la causa de ello no es que los niños se hayan vuelto imposibles, sino que la inteligencia, en la cúspide de su intensidad, no puede encontrar motivos que justifiquen su existencia.
Trate el lector de sumergirse en el alma de un aldeano: desde tiempo inmemorial vive en su campo, ha tomado posesión de un trozo de la Tierra para aferrar a ella su sangre. Un par de años atrás, se le hizo notar a un campesino francés que su familia llevaba ocupando la misma gleba desde el S.IX. Él está arraigado al mundo como descendiente de sus ancestros y como ancestro de sus descendientes. Esa casa y esa propiedad no significan aquí un encuentro laxo del individuo y unos bienes por unos pocos años, sino un lazo intimo, intrínseco y eterno entre la tierra eterna y su sangre eterna. Es sólo a través de esta convicción mística de asentamiento que las grandes eras del ciclo vital —procreación, nacimiento y muerte— pueden derivar el elemento metafísico de maravilla y admiración que sustenta a las constelaciones simbólicas que son las costumbres y la religión que todos los pueblos aferrados al mundo poseen.
Pero nada de esto existe para «el último hombre». La inteligencia y la esterilidad van de la mano en las familias viejas, en los pueblos viejos y en las culturas viejas. No sólo porque dentro de cada microcosmos la desmedida y fétida tensión del elemento animal se dedica a canibalizar al elemento vegetal, sino también porque la consciencia vigilante presupone que el ser existente, el ser vital, se regula nominalmente bajo la regla de la causalidad. Lo que el hombre racionalista llama con expresión bien significativa «instinto natural» o «fuerza vital» no sólo desconoce, sino que además es valorado por él según la ley de la causalidad, por ende asignándole un lugar entre sus restantes necesidades, donde encontrará o no prioridad según su juicio.
Desde el instante en que el pensamiento ordinario de un pueblo comienza a considerar el asunto de tener hijos como una cuestión de “pros” y “cons” ha llegado el gran punto sin retorno, el daño irreparable; porque la naturaleza absolutamente desconoce de “pros” y “cons”. Dondequiera que exista realmente la vida, reina una lógica interna, intensa, orgánica, impersonal; un instinto, algo que es totalmente independiente de la vigilia consciente y de sus enlaces causales, es algo que la inteligencia no puede observar.
La abundante proliferación de las tribus primitivas es un fenómeno natural, algo sobre lo que nadie interno a la tribu medita —y mucho menos aún se juzga la utilidad o perjuicio que esto pudiere causar—. Pero cuando la razón ha de priorizarse en cuestiones de la vida, es que la vida misma se ha vuelto cuestionable.
Entonces comienza una prudente limitación de la natalidad —ya Polibio la lamentaba y llamaba la fatalidad de Grecia; pero ya se había extendido sin duda antes en las grandes ciudades, y habría de adquirir en Roma los siglos subsiguientes una extensión tremenda—. Este descenso de la natalidad se justifica primero en la necesidad material y las miserias económicas, pero pronto deja de necesitar justificación alguna. En la India budista como en Babilonia; en Roma como en las actuales ciudades, la elección del varón deja de ser por «la madre de sus hijos» —como lo es entre campesinos y primitivos— a ser la de «compañera de vida»; esto ya es un problema de mentalidad, espiritual.
El matrimonio ibseniano entonces aparece, la «superior comunión espiritual» en donde ambas partes son «libres», es decir, libres como la inteligencia es libre, libres del impulso vegetal de la sangre que busca reproducirse y perpetuarse a sí misma en el mundo. Y se vuelve posible para Shaw decir: «que la mujer no se emancipa si no arroja lejos de sí su feminidad, su deber para con su marido, para con sus hijos, para con la sociedad, para con la ley y para con todo lo que no sea ella misma».
La mujer primitiva, la mujer aldeana, es antes que nada madre; toda su vocación, que ella ha anhelado desde la niñez, está incluida en esa palabra. Pero ahora surge la mujer ibseniana, la camarada y compinche, la heroína de toda una literatura megalopolitana, desde el drama nórdico hasta la novela parisina. Tienen, en vez de hijos, «conflictos internos». El matrimonio deviene una artesanía técnica cuya finalidad es el mutuo entendimiento ¿Qué más da que la infertilidad sea debida a que la dama estadounidense no quiera perderse una temporada de teatro, o a que la parisina tema la ruptura con su amante, o a que la heroína ibseniana «se pertenezca a sí misma»? Todas, todas ellas se pertenecen a sí mismas, y todas ellas son estériles.
Y el mismo hecho, en conjunción con los mismos motivos, lo encontramos en las sociedades alejandrina y romana, y, naturalmente, en cualquier sociedad civilizada; y, sobre todo, también en la sociedad que vio nacer y crecer a Buda. Tanto en el helenismo, como en el S.XIX, desde la época de Laotsé, hasta la doctrina Tscharvaka; siempre y por doquiera hallaremos una ética para las inteligencias estériles y una literatura sobre los conflictos internos de Nora y Naná.
La abundancia de niños —cuyo cuadro era aun venerable en los días que Goethe escribió su Werther— se vuelve algo provinciano. El padre de muchos hijos es para la gran ciudad objeto de caricatura; Ibsen no falló en notarlo, está en su Comedia del Amor. Es en este estadio que comienza para todas las civilizaciones un periodo que dura varios siglos de horrorosa despoblación. Desaparece la pirámide del hombre cultural. El colapso comienza por la cúspide; primero las ciudades mundiales, luego los cuerpos provincianos y por último y finalmente el campo, la tierra misma, cuya mejor sangre durante mucho tiempo se hubo derramado inconteniblemente en la migración de los sujetos rurales a las urbes; sólo para mantener el nivel de su población durante algún tiempo; prolongando lo inevitable. Sólo queda, al final, la sangre primitiva, pero ya privada, despojada, de sus elementos más vigorosos, ilustres y prometedores. Este residuo es del mismo tipo del felah.
Si algo demuestra bien a las claras que la causalidad no tiene nada que ver con la historia es la conocidísima «decadencia de la antigüedad» —cumplida mucho antes de las invasiones germánicas—. El Imperio gozaba de la más completa paz; era rico, poseía las más altas formas de civilidad; estaba bien organizado; tuvo en sus emperadores, de Nerva a Marco Aurelio, una serie de césares como los de ninguna otra civilización. Y, sin embargo, la población desapareció, vertiginosa y rápidamente; en masa, a pesar de las desesperadas leyes de Octaviano para fomentar los matrimonios y los nacimientos —entre ellas la LEX DE MARITANDIS ORDINIBVS, que produjo en la sociedad romana una consternación mucho mayor aún que la derrota de Varo y la destrucción de las legiones en Teutoburgo—, a pesar de las innumerables adopciones, a pesar de los continuos traslados de soldados de origen bárbaro con el objeto de repoblar los territorios rurales desolados, a pesar de las inmensas donaciones de Nerva y Trajano para alimentar y criar a los hijos de ciudadanos pobres…
Nada sirvió para detener el proceso.